Documento enviado con motivo de las 40 jornadas de la Asociación Enseñantes con Gitanos celebradas en Valencia.
El concepto a debate: nada más viejo que la masculinidad.
El concepto “nuevas masculinidades” no está exento de debate y polémica. Este tipo de cuestionamientos, habitualmente pecan de academicistas y con cierto aire sofisticado al que cuesta llegar con el interés necesario para seguir el hilo de las interminables réplicas y contrarréplicas. Aun así, voy a intentar sumergirme en él con la intención de extraer alguna reflexión interesante sobre todo este asunto.
Primero debemos observar que esta expresión está compuesta por dos palabras y se conjuga en plural. La masculinidad, o sea el centro de las relaciones de privilegio y de opresión que vive nuestra civilización: el hombre. Ese sujeto político que domina el mundo y que hace que esté a su medida cual si fuera un dios cualquiera (así nos va). Esa identidad hegemónica la adjetivamos de nueva, sin duda con la intención de proyectar una imagen positiva dando a entender que todo lo nuevo es mejor, una evolución, un desarrollo de un estadio anterior. Nada más lejos del pensamiento científico y de la verdad cotidiana. No contentos con todo esto, también la pluralizamos proyectando que existen muchas formas de ser hombre, que ser hombre también es un hecho diverso. Qué mundo tan maravilloso proyecta lo “políticamente correcto”.
Mi apreciado José Ignacio Pichardo, en una entrevista realizada por Amnistía Internacional[1], al que tuve oportunidad de conocer hace más de 20 años en reuniones de activismo, contesta a la pregunta ¿Qué es ser hombre? Diciéndonos “Lo que es ser hombre y lo que es ser mujer se construye culturalmente. No hace falta remontarse muy atrás para darse cuenta de que no es lo mismo ser hombre en el siglo XXI que hace 50 años. En este tiempo hemos experimentado cambios importantes en la masculinidad que muestran que la transformación es posible. Por ejemplo, hoy muchos varones cuidan y son cariñosos con sus hijos e hijas, algo impensable hace unas décadas”.
Estando de acuerdo con lo que plantea, la lectura de esta interesante entrevista me lleva a reflexionar sobre algunos elementos que quiero compartir con los y las lectoras de este texto.
Parece incuestionable, a estas alturas, la afirmación que nos dice que el género es un constructo social, una serie de roles, valores y formas de sociales, interpersonales e intimas de actuar que en un contexto histórico concreto se otorgan a los cuerpos que la hegemonía viene a denominar como hombres o mujeres[2], estableciéndose en un conjunto de pautas que actúan en todas las esferas de las vidas humanas, desde las más sociales a las más íntimas. Sería iluso pensar que esos valores y roles están diseñados al margen de las relaciones de poder existentes, de los intereses políticos, económicos y geoestratégicos que dominan el mundo y que toman forma sin contemplar la dialéctica entre hegemonía y subalternidad que atenaza la vida en su máxima expresión y en todo el planeta. No hace falta tener un sentido de la observación desarrollado para darse cuenta de que eso no es así ni por asomo.
Dicho de otra manera. Los roles de género están pensados y diseñados para mantener el dominio del hombre, blanco (payo), cristiano y heterosexual, como paradigma dominante que lo sitúa en la cúspide de la pirámide del poder, en el centro de la estructura social, económica y política. En esa verdad absoluta se estructura el desarrollo de los sistemas sociopolíticos y económicos que prevalecen en nuestra civilización, produciendo, de manera sobradamente demostrada, la vulneración sistemática de los Derechos Humanos, hambre, pobreza, guerras, injusticia, sufrimiento, dolor y muerte generalizada en el planeta, aniquilando los recursos naturales y haciendo la vida insostenible a costa de acumular impúdicamente en muy pocas manos la riqueza de manera cada vez más pronunciada.
Si damos mi afirmación como válida (sé que puede ocasionar debate), ¿qué es lo que pretendemos con intentar definir “nuevas masculinidades”? La masculinidad, tal como se ha estructurado históricamente es la razón primera, o como mínimo el acompañante necesario, que ha llevado a esta civilización a un callejón sin salida. No tiene sentido intentar “reformar” el concepto. Debemos acabar con él si queremos que el futuro pase de ser una palabra retórica, a convertirse en un anhelo posible, en una esperanza colectiva. Si alguna persona que se autoconsidera hombre lee mis palabras y se siente incómodo, ofendido o cuestionado, le pido que se despoje de ese prejuicio y no vea en mi alguien que le ataca como individuo. No es esa la intención de quien escribe. Le animo a hacer un ejercicio de introspección profunda, y si es posible sin necesidad de expresarla (acto habitualmente muy masculino). Estoy seguro de que muchos de los que lo hagan verán que probablemente sean una víctima más al servicio de los intereses hegemónicos, como también lo soy yo. La masculinidad, el género masculino, tal y como lo entendemos hoy en día es contrario a la vida y la felicidad. Nos duela o no reconocerlo.
En mi opinión hablar de nuevas masculinidades es, en cierta manera, negar que ese constructo llamado hombre, ejerce, con inagotable, demoledora y cruel energía, unos privilegios que le otorgan ventaja con muchos de sus semejantes. Es un espejismo pensar que el hombre va a abandonar esa posición voluntariamente. Para subsanar esa desigualdad intencionada y planificada, ese hombre debe ceder espacio a las personas no hombres; debe desinstalarse de su centro y compartir; debemos sacarlo si es preciso; debe abandonar su privilegio, o sea, debe dejar de ejercer su masculinidad; asumir que él no es el universo completo. ni desocupar el espacio público en modo invasivo ya sea de forma física o simbólica; interiorizar que las relaciones no tienen por qué ser verticales; que las decisiones se pueden tomar escuchando, intentando comprender lo que “el otro” o “la otra” necesita, siente. La verdadera nueva masculinidad, debe coger el camino de la desaparición.
Los cuerpos llamados hombres que creamos en la igualdad y en la justicia social, debemos deconstruirnos. Repensarnos. Deshacer el camino andado. Con la granítica base construida con siglos de opresión sistémica no podemos construir algo nuevo. Como dice la misma entrevista a José Ignacio Pichardo, la existencia de minorías de hombres que se cuestionan su rol, no impide que la injusticia derivada del género siga matando, maltratando, produciendo dolor y muerte a gran escala. Hoy mucho más que en cualquier otra etapa de la historia. La tierra en la que plantemos nuestra “nueva” identidad debe ser permeable, esponjosa, abierta a la vida. Nuestra base tiene que ser la antítesis del monte rocoso de la masculinidad hegemónica. El camino opuesto ya sabemos a dónde nos lleva.
La otra cara de este debate es asignarnos a los y las que nos cuestionamos la opresión de género (eufemismo para decir de la masculinidad hegemónica), la idea que queremos hacer desaparecer a los hombres de la faz del planeta. Esta falacia facilona se puede equiparar a si lo aplicásemos a quienes, siendo esclavos y sin conocer otra realidad, se alzaron contra esa opresión, buscando justicia y aventurándose a construir un mundo mejor. El que les escribe se siente hombre CIS, pero intenta mirarse críticamente para (re)construirse en la medida de sus capacidades. Los que le quitamos la máscara a la masculinidad hegemónica estamos creando la posibilidad que surjan identidades que puedan ejercer otro tipo de relaciones, basadas en otros principios y valores. Querer acabar con alguien (un colectivo) además de una atrocidad, es una forma de pensar muy masculina. Nada más lejos de lo que uno anhela. Queda dicho.
El monstruo de la homosexualidad para la hegemonía heterosexual.
No hay situación que produzca más vértigo a la masculinidad, que reitero que es hegemónica, que la existencia del activismo de la disidencia sexogenérica. Los que estamos en ese terreno lo sabemos y en algunos casos, como es el mío, sabemos que eso tiene costes personales, laborales, familiares, profesionales, económicos y políticos. Los asumimos, pero no deja de escocer la herida cuando el frio cuchillo separa las carnes. No somos insensibles. Hemos tenido que aprender en base a las discriminaciones a ser resistentes y resilientes.
Antes de la aparición de los activismos, antes de Stonewall Inn, la revuelta de las travestis y transexuales racializadas, negras y latinas a la represión policial sistemática en la Nueva York de 1969; o antes de la marcha pro derechos LGTB en Barcelona en 1977 impulsada entre otras por una mujer transexual gitana, la tía Miryam Amaya; la hegemonía heterosexual tenía arrinconada a las disidencias sexogenéricas, con la ayuda inestimable de las grandes religiones monoteístas que, a lo largo de su sangrienta historia habían encontrado en la represión de todo lo relacionado con el sexo (el deseo) a uno de sus principales instrumentos de control de las masas que pretendían guiar.
La reivindicación del “derecho al propio cuerpo”, probablemente sin intencionalidad, se convirtió de hecho en una idea que propició un importante cambio social. Se transformó en una idea revolucionaria de facto. De esa convulsión social surgieron palabras nuevas que parecían cuchillos peligrosos para el sistema: visibilidad, salir del armario, orgullo. Este episodio histórico y sus consecuencias (movimiento LGTBIQ+, como el más destacado) se establece como uno de los más grandes cuestionamientos que ha sufrido el sistema de la masculinidad hegemónica y el heteropatriarcado en la historia reciente de la humanidad.
A pesar de que de eso hace ya más de medio siglo, la idea de la homosexualidad sigue siendo tortuosa para la masculinidad hegemónica. Se siguen sintiendo en peligro. La proximidad de ésta les autocuestiona y les bloquea. Me asombra la tremenda debilidad que demuestran, detrás de caras pintadas de guerreros iracundos se esconden rostros de niños asustados que no saben cómo actuar ante algo tan intrínsicamente humano como es la diversidad, alguien diferente a ti.
Levando esto a lo que nos ocupa, no puedo calificar de “nueva”, una masculinidad que no se coloque en clara alianza con la disidencia sexogenérica y por supuesto de las luchas feministas y antirracistas. Independientemente de su opción sexual personal, ¿que tendría de “nuevo” un hombre que se reafirme en sus posiciones homófobas tan arraigadas en nuestra heterohistoria? Y no me estoy refiriendo a entelequias. Una masculinidad que pueda llamarse “nueva” debe plantearse que su propia madre pueda decidir manifestar su lesbianismo a la edad que ella desee, o que su hijo de pocos meses tal vez pueda manifestarle más adelante que es una niña transexual, o que su jefe, o el líder de la asociación a la que pertenece pueda ser gay y venir con su pareja de la mano a la reunión y un larguísimo etcétera. Una masculinidad que pueda llamarse “nueva” debería significar que se medite sobre cuál va a ser su posición, no solo estética, sino profunda ante esos hechos. Cambiemos el mundo desde lo pequeño, desde lo que nos rodea. La disidencia sexogenérica es una aliada de facto de quienes quieren deconstruir la masculinidad hegemónica. No hay duda en ello. Los que quieran estar en este lado, no basta con que asuman labores del hogar deben, a mi entender, explicitar su apoyo personal a los derechos de la disidencia sexogenérica si no quieren ser parte del problema que quieren afrontar.
Pichardo nos sigue diciendo: “El concepto de nueva masculinidad tiene que ver con el deseo de muchos varones de crear y vivir en una sociedad igualitaria. Ellos piensan que otras formas de ser hombre son necesarias y, para ello, saben que tienen que cambiar determinados elementos de la masculinidad tradicional. Algunos lo buscan a nivel individual o en pequeños grupos, pero todavía tenemos que conseguir que estas experiencias emergentes cristalicen en modelos reconocibles”. No puedo estar más de acuerdo. Las mujeres han dado el paso. Los feminismos han emergido con fuerza y para quedarse. ¿Qué vamos a hacer los que nos identificamos como hombres?, ¿Cuál es nuestro rol? Hasta la fecha constato que estamos muy desorientados y aturdidos. Los que son heterosexuales quizás desorientados al observar a sus compañeras sexuales claman por la igualdad y se organizan para ello. Los que somos gais (no me gusta este término que suele ser payos con muchos “jurdós” y yo ni soy gache ni tengo de eso), no estamos desarrollado estrategias que acompañen a los feminismos en su voluntad transformadora, como si hicimos en nuestro pasado. Los hombres, heteros, transexuales, intersexuales o gais, debemos hacer nuestra parte que, por supuesto, no es quitarle el rol protagonista a las propias mujeres en su proceso emancipatorio, si no algo que vaya en el camino de mirarnos hacia adentro y crear nuevas bases: la tierra fértil en el que plantar nuestras, esas si, “nuevas” identidades.
La intersección entre la masculinidad hegemónica y el antigitanismo.
Los hombres gitanos no estamos al margen de este debate. Al contrario, estamos inmersos en él. Como Pueblo que ha sido y es víctima de una feroz discriminación estructural, el eje de opresión proveniente de heteropatriarcado intersecciona con el del antigitanismo produciendo mayor cantidad de consecuencias negativas entre los nuestros. Por otra parte, el auge de los feminismos gitanos ha puesto encima de la mesa, de manera más o menos explícita, la necesidad de cuestionar los roles de los hombres gitanos si queremos avanzar hacia un futuro del Pueblo Gitano en el que prevalezca la igualdad y la libertad.
El racismo estructural construye la alteridad (los diferentes) como negación de lo que la hegemonía quiere para sí mismo en un contexto histórico determinado. Proyectan valores negativos sobre nuestra identidad, arraigados en (medias)verdades o en mitos, para reafirmar su supuesta superioridad moral o ética. Este mecanismo cruel que ha marcado la vida de generaciones de gitanas y gitanos actúa con especial crudeza en cuanto al eje de género.
Como evidencian algunos estudios recientes, en los que he tenido el honor de participar desde el grupo de expertos asesor, los hombres gitanos tienen una posición prácticamente idéntica ante la violencia de género que el resto de la ciudadanía, pero el prejuicio antigitano hace que se nos señale como un pueblo más machista, homófobo y socialmente atrasado. La labor de los activistas y de las organizaciones no es otra que la de desmontar esos prejuicios y denunciar los abusos que cotidianamente sufre nuestra gente, ante la insultante pasividad de las administraciones públicas, como hemos visto hace unas semanas el Peal de Becerro (Jaén).
Pero dicho todo esto, ¿toda esta situación nos esgrime de encontrar la manera gitana de deconstruir las masculinidades hegemónicas? En mi opinión la respuesta es un no contundente.
Nuestro Pueblo, atacado de mil maneras a lo largo de los siglos, ha encontrado formas de sobrevivir como identidad. En las últimas décadas esto se puede constatar de manera clara con la implantación más o menos generalizada en España de una opción religiosa estableciéndose como un mecanismo más de resistencia identitaria y de contención de la segregación social y política que se nos ha impuesto. Esta opción religiosa que adoptan muchas personas gitanas en España, haciendo uso de una manera absolutamente lícita de los derechos religiosos que nos asisten en tanto que ciudadanos de este país, en algunas ocasiones está influenciado en la reafirmación de preceptos de una masculinidad tradicional, inmovilista y negadora de los avances sociales y civiles acaecidos en la sociedad, que chocan de manera frontal con los discursos sobre masculinidades con modelos más horizontales, que fomentan valores de igualdad de trato y de cuestionamiento de los roles establecidos. No sería honesto si no reconociera que este conflicto existe y que nos lo encontramos en el día a día de nuestras comunidades.
A pesar de eso, me quiero centrar en aspectos, que teniendo menor alcance me parecen muy ilustrativos de que camino debemos adoptar, en mi opinión, para producir el cambio social deseable. Como he argumentado se trata de transformar desde los pequeño e inmediato a lo sistémico.
Una transformación en círculos concéntricos. Empecemos por el más pequeño y cercano.
Dado que este escrito se redacta con motivo de un encuentro asociativo gitano y progitano, quiero empezar por describir ámbitos en los que actuar en ese campo ya que hay mucho “terreno de mejora”. Se trata de situaciones relacionadas con la sociedad civil gitana y su actividad.
En mi opinión, no podemos estructurar un activismo gitano que de facto no deje espacio para la vida personal, familiar y los cuidados. Los gitanos (hombres) que estén por este cambio deben plantarse y decir públicamente que no es tiempo de reuniones a las 11 de la noche, o que deben acompañar a su hija al colegio por la mañana, por ejemplo. Este tipo de afirmaciones deben escucharse de voces de hombres gitanos para que actúen de manera pedagógica y referencial en el conjunto del activismo. Es evidente que si el activismo es reproductor de los efectos de los privilegios masculinos pierde legitimidad.
Tampoco va en la buena línea establecer grupos de aplicaciones de mensajería instantánea, por ejemplo, en los que los hombres gitanos, muchos de ellos mayores, como si estuvieran en una situación de reunión permanente desde la mañana a la noche, facilitado sin lugar a duda porque tienen a mujeres que se encargan de todas las tareas domésticas y familiares, se deleiten a sí mismos dejando mensajes de audio de 5 minutos cada uno, armando discusiones interminables, poco empáticas y con demasiada presencia de egos sobredimensionados. Las mujeres y otros hombres debemos ocupar nuestro tiempo en otros quehaceres y no podemos (ni queremos) estar escuchando siempre a las mismas personas, reiterándose durante horas. El activismo es una acción colectiva que implica abrir espacios de participación, no coparlos. Es de sabios, virtud que hemos atribuido a muchos de nuestros mayores, saber escuchar y entre todos y todas deberemos encontrar la manera de moderar este tipo de grupos y hacer compatible el respeto a las personas mayores que atesoramos como Pueblo con el control de dinámicas gerontocráticas, que están imposibilitando el necesario y lógico cambio generacional y que instaladas en determinados sectores del activismo gitano en España, fundamentalmente en el asociacionismo institucional. No cabe duda de que esta situación descrita tiene relación directa con las masculinidades hegemónicas en nuestra sociedad y su inagotable necesidad de expandirse y demostrar permanentemente su liderazgo machista, autártico y demostrando sin pudor su fobia a la democracia y a la participación.
Por otra parte, las mujeres, las jóvenes y las niñas gitanas deben tener mayor protagonismo en la vida social y política en nuestras comunidades, y para ello será necesario abrir las puertas a su participación efectiva, respetando sus propias formas de organización y blindando la no injerencia masculina en su vida asociativa. Los hombres gitanos (padres, hermanos, hijos, sobrinos y tíos) deberían se acicates de esa participación y garantes del respeto que esta parte importantísima de nuestro Pueblo se merece. Sin duda podrían ejercer el valor referencial asumiendo tareas domésticas mientras las mujeres hacen vida asociativa.
Especial atención me merece un aspecto que creo de especial transcendencia. Deberíamos trabajar formas de mitigar la competitividad nociva y tóxica entre los hombres gitanos instalada en ciertos sectores de nuestras comunidades. Este aspecto especialmente presente en la masculinidad hegemónica general tiene consecuencias negativas en el terreno de la convivencia, la armonía y en la gestión de los conflictos de intereses existentes entre hombres gitanos. Las organizaciones gitanas deberían abandonar las dinámicas y proyectos asistencialistas, que tanto daño ha hecho a nuestro Pueblo, y trabajar aspectos como este y otros de esta índole (por ejemplo: resolución comunitaria de conflictos, violencia de género, promoción escucha activa, etc.) y hacerlo con periodos de actuación a medio y largo plazo, evaluando el impacto que se consiga, con la implicación también de la academia y de expertos y expertas a poder ser que sean pertenecientes al Pueblo Gitano.
Punto de encuentro. Demos salida a la esperanza.
La deconstrucción de la masculinidad hegemónica es uno de los más grandes y complejos retos que vivimos como civilización, junto con los efectos devastadores del cambio climático. Ese cambio, si se produce, no puede volver a dejar fuera a los racializados y a las personas disidentes. Los hombres que mandan, a cualquier nivel, deben abandonar esa posición para compartirla con los demás. El sistema jerárquico de género, de clase y de raza se está demostrando antagónico al mantenimiento de la vida, es ineficaz, injusto e insostenible.
Estos son caminos intransitados, debemos de reconocerlo y asumir la complejidad que eso conlleva. Armémonos de paciencia, y démonos espacio para equivocarnos y rectificar, pero empecemos ya. Soltemos amarras y hagámoslo con calma y sosiego, pero con la determinación que nos mostraron nuestros ancestros.
Los cuerpos autodenominados hombres y los que no lo son, pueden llegar a ser hermanos y hermanas. No utilicemos la imposición entre nosotros y nosotras. Encontremos la manera de dejar a nuestras hijas y nietas un futuro gitano lleno de salud y libertad, como nuestro saludo. Convirtamos a la equidad en nuestra bandera. Encontremos el punto de encuentro que nuestros ancestros hallaron para conseguir sobrevivir.
Hagamos lo que hagamos, no olvidemos que la libertad si es para unos cuantos, no para todos y todas, en realidad se trata de un privilegio.
¡ Sastipen thaj Mestipen ¡
¡ Salud y Libertad ¡
Madrid, a 2 de agosto de 2022 (Día de la Conmemoración de la Samuradipen/Porrajmos 2022)
Iñaki Vázquez Arencón
Departamento de Advocacy
La Fragua Projects
[1] Se puede consultar la entrevista entera en: https://www.es.amnesty.org/en-que-estamos/blog/historia/articulo/la-nueva-masculinidad-permite-una-forma-mas-sana-e-igualitaria-de-relacionarte-con-las-mujeres-y-tambien-con-otros-hombres/
[2] Expresión que pone en entredicho la división binaria de los sexos, y por supuesto de los géneros. Una de las más grandes falacias hechas verdades sistémicas y asumidas por “casi” todos y todas. Algunas civilizaciones antiguas respetaban las diferentes expresiones sexuales que los cuerpos manifestaban. En esta civilización las personas Intersexuales, por ejemplo, son consideradas anomalías por la jerarquía médica en lugar de ser la constatación de que no existen solo dos sexos y dos géneros.